Armarios empotrados
Diré
lo mismo de otra forma porque la repetición es un señuelo casi
inteligente
Rosa
enferma, L.M.
Panero
Este es el sabor: recuérdalo. Una
mezcla de oscuridad y sílice afinaba mi olfato y mi tacto mientras
me esforzaba por recordar mirando un rostro que me decían que era
risueño pero que no añoro.
Ése es el sabor que no sé evocar
pero que reconozco, como el olor de las pastillas de jabón
diminutas que se guardaban entre las sábanas en los armarios
empotrados de la casa. Eran un buen escondite si sabías abrir y
cerrar las puertas sin ruido, si sabías masticar el tiempo en un
dédalo de emociones marinadas con el roce de las uñas en la pared
de yeso -pero ese sabor no lo recuerdo-, si sabías entender el
exilio como un parentesco lejano y sobrio, como misa forzada de
catequesis, o como ateísmo forjado entre el rosario de tu abuela y
el brazo fantasma que se le amputó a tu otro abuelo por la gangrena
que le brindó la guerra con un tiro en la mano derecha cuando era,
tan sólo, cocinero. Si sabías todo eso, entonces, el resto tampoco
tenía nada de sencillo.
Vivir y crecer entre versiones
distintas y, en muchos casos, subterráneas, te hace interpolar
relatos para intentar dar coherencia a la memoria, para poder
vislumbrar cuál no deberá ser nunca el camino si quieres poder
considerarte persona, aunque sea de una forma vicaria y exigua.
Recuerdo ese sabor incluso en sueños:
era una de las formas del hastío y del entrañable olor a parafina
que perfumaba la casa al apagar las velas de colores -finas y
largas- que traíamos de la escuela el mes de mayo cuando nos
formaban para cantar “con flores a María”.
Fue una infancia entre la penumbra de
la llamas y el olor remanente a falsa cera, pero casi a salvo de la
brutalidad: resultó ser el premio a la incomunicación que la
censura consagraba.
2 Comments:
Con tus palabras -veo- das una, dos, tres vueltas a aquella realidad de castigo -porque, ahora es lo que ella era-, quizá para verla como nueva -mejorada, diría mi hermano poeta-, o para entenderla vieja y desgastada como a mí me la deja el tiempo. Ahí parece sudar la crisis que somos; porque anidan fantasmas de luces, imágenes y olores, recuerdos que nos resistimos a dejar partir: su permanencia cae como una muerte; y su muerte es esta vida.
A fin de cuentas, cada uno somos un accidente dentro de un accidente, a su vez dentro de un accidente que está dentro de otro accidente... No hay un dominio nuestro: aunque que nos cueste creerlo, vivimos por lo inesperado.
A veces, veía al sol ponerse sobre la Mancha inmensa.
A veces, veía al sol levantarse sobre el mar.
A veces, el celaje parecía ser labor de orfebre.
A veces, la sequedad del suelo desesperaba al alacrán.
No puedo evitar construir un relato contigo y Leopoldito entre su demolición y todos tus derrumbes.
Un gran beso.
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