domingo, noviembre 30, 2014

En la bruma increible del hombre menguante





Yo viví un tiempo en Tenerife.

Recuerdo de aquel tiempo a las ancianas que estiraban su falda hasta lo inverosímil en un afán de que nunca averiguara su sombre. Como si el nombre fuera causa de algo. Como si las faldas supieran de su dueña o como si algo tuviera que ver con ellas. Desde la distancia del tiempo le atribuyo una poética en la tajante negación del hecho: y poético era negarse a lo que hiciera falta.

Después de tres meses tampoco pude entender lo que pasaba; ni vislumbrar apenas la causa de la causa: no era de allí, eso estaba claro. Me fui a buscar mi casa otra parte: supongo que porque no llegué a ver tus ojos como gaviotas en una mar encrespada; aunque una tarde de otoño mis manos sí alcanzaron a cubrir tus pechos mientras mi pecho sustentaba tu espalda.

Dos estatuas de sal sobre un acantilado embestido por la calima apenas devastadas por la arena y sus años.

Subvierto las neuronas cuando se amotinan en un trasquilón del pulso y un reventón del alma. Injusto es, pues, que considere a aquello algo más que una realidad que no sucedió nunca. Pero en el horizonte adivinábamos cual era la bruma que vendría a menguarnos hasta alzar una lanza-alfiler contra un ejército de arañas en los instantes previos a ser sus parásitos.