Ausencia de vida

Digamos que nos desvanecemos para descender como la niebla en aquel acantilado. Digamos que no hubiera venido nunca, que los actos que destila el tiempo no me hubieran empujado hasta aquí, hasta esta aldea entre las rocas y la bruma, a este lugar donde el asfalto cede su presencia a la tierra para caer -más lejos- al vacío; a esta isla donde la brisa recubre los objetos con la convicción del agua, donde el tiempo ha discurrido más despacio y sus seres -amables y extraños- nos muestran que todo pudo ser distinto; que aún puede serlo con la suficiente dosis de olvido y equivocación.

Digamos que toda huida puede convertirse en un relato mientras hacemos un truco de magia: un truco que nos ate a lo que aún no ha sucedido y que continua siendo el motor que nos mueve. Y que nos seguirá moviendo hasta que quedemos rotos con la lentitud con la que se desgarra la corteza del mundo, con la lentitud con la que el tiempo suaviza estas rocas negras hasta convertirlas en arena que pueda apaciguar las incesantes olas. Prevalece la obstinación de lo maleable frente a la inestabilidad de lo rígido, la durabilidad de lo informe -en su constante e inapreciable deformación- frente a todos los sentimientos fruto de lo preconcebido, el abono que constituyen nuestras cenizas frente al augurio de la desolación.

Digamos que el sentido de toda letanía es reiterar lo que carece de sentido, de capacidad de convencimiento, y que, por tanto, exige de un alto grado de devoción para ser escuchado.

Digamos y hagamos todo esto en estos días, habitantes neutros en este lento tiempo, material de relleno en nuestra ausencia de vida.



      The last man, Clint Mansell.
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